Primero que todo, a ustedes por leer y comentar lo que escribo, pero hoy quiero ir un poco más allá.
Una de las primeras palabras que nos enseñan apenas aprendemos a hablar es Gracias. Mamá nos la repite hasta el cansancio cada vez que alguien nos da un caramelo o nos dice algo agradable. A medida que vamos creciendo, la presión sobre la palabra se hace más fuerte y ahora mamá nos recuerda en un tono un tanto más recriminatorio “qué se dice? G R A C I A S”. Es así, como vamos interactuando a diario, recibiendo y agradeciendo, generalmente de manera automática.
Sin embargo, hay momentos en la vida en los que uno dice la prenombrada palabra para expresar un sentimiento real y profundo. En lo personal, me ha tocado dar las gracias sinceras en muchas oportunidades. La he dicho de corazón; la he dicho con alivio; la he sentido.
Hoy tengo muchas razones por las cuales dar las gracias; sin embargo, me resulta paradójico que deba hacerlo a personas completamente extrañas y anónimas, lejos de hacerlo a quienes –natura manda– debería. No sé cómo explicarlo, creo que tendrá que ser gráficamente: Imagínense una de esas cuñas de suavizante para ropa, en la que alguien, feliz de usar una ropa suavecita que huele riquísimo, corre (en cámara lenta, por supuesto) a través de un campo muy florido para finalmente abrazar a otro alguien, que también tiene la ropa suavecita y fresquecita. Ahora imagínense la misma cuña, pero al final, cuando las dos personas se encuentran, la que está esperando al que viene corriendo con una sonrisota de oreja a oreja, se voltea y comienza a correr en otra dirección, dejando al pobre pendejo que viene corriendo solo, exhausto y desorientado, con los brazos abiertos, susceptible de caer de bruces al tropezar con una piedra inadvertida en el camino. Bueno, así me llegué a sentir. Como una pendeja, sola y desorientada.
Lo que no se ve en esa cuña, es que a lo largo de ese bellísimo campo florido, hay otra gente que, completamente ajena a lo que está sucediendo, apenas pasa el pendejo corriendo, de manera espontánea y sin esperar absolutamente nada a cambio, abre los brazos de par en par para que por lo menos el coñazo después del tropezón no sea tan fuerte.
Esa situación, me la hubiera yo esperado en Dinamarca, Suecia o Finlandia, en la que la frialdad de los sentimientos es comparable a las terriblemente bajas temperaturas ambientales que marcan los termómetros en invierno, pero jamás en Italia; mucho menos después de tanta insistencia para que le pusiera el suavizante a la ropa e inmediatamente echara a correr como una loca por el campo florido.
Sin embargo, hay momentos en la vida en los que uno dice la prenombrada palabra para expresar un sentimiento real y profundo. En lo personal, me ha tocado dar las gracias sinceras en muchas oportunidades. La he dicho de corazón; la he dicho con alivio; la he sentido.
Hoy tengo muchas razones por las cuales dar las gracias; sin embargo, me resulta paradójico que deba hacerlo a personas completamente extrañas y anónimas, lejos de hacerlo a quienes –natura manda– debería. No sé cómo explicarlo, creo que tendrá que ser gráficamente: Imagínense una de esas cuñas de suavizante para ropa, en la que alguien, feliz de usar una ropa suavecita que huele riquísimo, corre (en cámara lenta, por supuesto) a través de un campo muy florido para finalmente abrazar a otro alguien, que también tiene la ropa suavecita y fresquecita. Ahora imagínense la misma cuña, pero al final, cuando las dos personas se encuentran, la que está esperando al que viene corriendo con una sonrisota de oreja a oreja, se voltea y comienza a correr en otra dirección, dejando al pobre pendejo que viene corriendo solo, exhausto y desorientado, con los brazos abiertos, susceptible de caer de bruces al tropezar con una piedra inadvertida en el camino. Bueno, así me llegué a sentir. Como una pendeja, sola y desorientada.
Lo que no se ve en esa cuña, es que a lo largo de ese bellísimo campo florido, hay otra gente que, completamente ajena a lo que está sucediendo, apenas pasa el pendejo corriendo, de manera espontánea y sin esperar absolutamente nada a cambio, abre los brazos de par en par para que por lo menos el coñazo después del tropezón no sea tan fuerte.
Esa situación, me la hubiera yo esperado en Dinamarca, Suecia o Finlandia, en la que la frialdad de los sentimientos es comparable a las terriblemente bajas temperaturas ambientales que marcan los termómetros en invierno, pero jamás en Italia; mucho menos después de tanta insistencia para que le pusiera el suavizante a la ropa e inmediatamente echara a correr como una loca por el campo florido.
A esos personajes anónimos que no se ven en la cuña es a quienes hoy les quiero dar las gracias de corazón. Ya lo he hecho en persona, pero quería ser un poco más formal y hacerlo de manera más pública. Lamentablemente, el mensaje escrito no llegará ni a los que agradezco ni a los que no tengo nada que agradecer. A los primeros, porque no hablan castellano. A los segundos, porque la pobre dotación neurológica con la que cuentan no les permite discernir entre elogios e insultos, y honestamente, explicarles los vericuetos y sutilezas de la palabra escrita sería una aventura extremadamente extenuante, comparable con tratar de convencer a un Amish de que haga operaciones bancarias en internet.
A los primeros y a ustedes, Gracias!
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