Eres el visitante número:

domingo, 30 de agosto de 2009

Pssst! es contigo...

Eeey! No pongas esa cara, mira que en ninguna parte dice que yo esté obligada a pensar en ti todo el santo día. Además, tú también te fuiste sin aviso; sin darme tiempo ni siquiera de asimilar lo que había pasado. Tú, mejor que nadie, deberías saber cuán aciagos fueron los momentos que pasé, cuántas preguntas me hice (y me sigo haciendo, no creas), cuántas lágrimas inundaron mi almohada. Me costó muchísimo aceptar que de ese momento en adelante las cosas serían distintas, la vida misma sería distinta. Pero aquí estamos, echando pa’lante, como se dice.
Te cuento que desde que te fuiste las cosas han cambiado mucho por acá. Supongo que en lo que al aspecto político y económico se refiere, sentirás un gran alivio pues no tienes que calarte más esta vaina que nos queda de herencia a nosotros. Hay una parte de mí que envidia –no anhela– esa sensación de libertad que supongo disfrutarás ahora, pero ojo, no es que yo la esté pasando del todo mal, eh! Tu ida afectó a mucha gente, eso lo sabes, pero puedes sentir una gran tranquilidad ya que hiciste bien tu trabajo y aunque no estés acá, tu gran influencia siempre está presente, aunque tácitamente, en todo lo que hacemos a diario.
Me vienen a la mente algunas charlas que sostuvimos, elucubrando sobre el futuro. Siempre decías que procurarías mantener el contacto por cualquier medio. Yo supongo que las comunicaciones por allá deben tener códigos distintos a los de acá, porque la verdad es que eso que pasa en las películas sobre que a la gente se le paran los pelos y escucha los pensamientos de algunos que están en otras partes, hasta ahora no me ha pasado. Yo te siento, pero de otra forma; es como más complicada la vaina. Lo que sí te digo, es que seguramente estamos en husos horarios distintos, porque esas sensaciones me dan es como a eso de las 2 de la mañana. Me despierto de golpe con tu imagen y tus palabras dándome vueltas en la cabeza. Como no tengo ninguna manera para poderme comunicar contigo, hoy me paré a escribir para ti, así que espero que el mensaje llegue. Trata de hacerme llegar algún dato para contactarte, tenemos miles de cosas de las que hablar.
A pesar del tiempo y aunque tu nombre no esté en mi boca las 24 horas del día, te sigo queriendo muchísimo, eso no ha cambiado en nada. Sé que no sólo a mí me haces falta, así que por favor manifiéstate que yo me encargaré de que el mensaje le llegue a todos.

jueves, 20 de agosto de 2009

Gracias


Primero que todo, a ustedes por leer y comentar lo que escribo, pero hoy quiero ir un poco más allá.
Una de las primeras palabras que nos enseñan apenas aprendemos a hablar es Gracias. Mamá nos la repite hasta el cansancio cada vez que alguien nos da un caramelo o nos dice algo agradable. A medida que vamos creciendo, la presión sobre la palabra se hace más fuerte y ahora mamá nos recuerda en un tono un tanto más recriminatorio “qué se dice? G R A C I A S”. Es así, como vamos interactuando a diario, recibiendo y agradeciendo, generalmente de manera automática.
Sin embargo, hay momentos en la vida en los que uno dice la prenombrada palabra para expresar un sentimiento real y profundo. En lo personal, me ha tocado dar las gracias sinceras en muchas oportunidades. La he dicho de corazón; la he dicho con alivio; la he sentido.
Hoy tengo muchas razones por las cuales dar las gracias; sin embargo, me resulta paradójico que deba hacerlo a personas completamente extrañas y anónimas, lejos de hacerlo a quienes –natura manda– debería. No sé cómo explicarlo, creo que tendrá que ser gráficamente: Imagínense una de esas cuñas de suavizante para ropa, en la que alguien, feliz de usar una ropa suavecita que huele riquísimo, corre (en cámara lenta, por supuesto) a través de un campo muy florido para finalmente abrazar a otro alguien, que también tiene la ropa suavecita y fresquecita. Ahora imagínense la misma cuña, pero al final, cuando las dos personas se encuentran, la que está esperando al que viene corriendo con una sonrisota de oreja a oreja, se voltea y comienza a correr en otra dirección, dejando al pobre pendejo que viene corriendo solo, exhausto y desorientado, con los brazos abiertos, susceptible de caer de bruces al tropezar con una piedra inadvertida en el camino. Bueno, así me llegué a sentir. Como una pendeja, sola y desorientada.
Lo que no se ve en esa cuña, es que a lo largo de ese bellísimo campo florido, hay otra gente que, completamente ajena a lo que está sucediendo, apenas pasa el pendejo corriendo, de manera espontánea y sin esperar absolutamente nada a cambio, abre los brazos de par en par para que por lo menos el coñazo después del tropezón no sea tan fuerte.
Esa situación, me la hubiera yo esperado en Dinamarca, Suecia o Finlandia, en la que la frialdad de los sentimientos es comparable a las terriblemente bajas temperaturas ambientales que marcan los termómetros en invierno, pero jamás en Italia; mucho menos después de tanta insistencia para que le pusiera el suavizante a la ropa e inmediatamente echara a correr como una loca por el campo florido.
A esos personajes anónimos que no se ven en la cuña es a quienes hoy les quiero dar las gracias de corazón. Ya lo he hecho en persona, pero quería ser un poco más formal y hacerlo de manera más pública. Lamentablemente, el mensaje escrito no llegará ni a los que agradezco ni a los que no tengo nada que agradecer. A los primeros, porque no hablan castellano. A los segundos, porque la pobre dotación neurológica con la que cuentan no les permite discernir entre elogios e insultos, y honestamente, explicarles los vericuetos y sutilezas de la palabra escrita sería una aventura extremadamente extenuante, comparable con tratar de convencer a un Amish de que haga operaciones bancarias en internet.

A los primeros y a ustedes, Gracias!

miércoles, 5 de agosto de 2009

Volumen, temperatura, área....

Los kilos comenzaron a importarme, sinceramente, en el momento en el que compré mi pasaje al exilio. Y es que no es nada fácil comprimir una vida en apenas 184 kilos que la aerolínea nos permite traer a los cuatro sin pago de penalidad. 184 kilos que suenan a mucho, pero son pocos al momento de empacar ropa, juguetes, medicinas, regalos, libros y cualquier otra posesión a la cual uno no esté dispuesto a renunciar así no más. Mal que bien, trajimos casi todo lo que planeamos. Nos pasamos un poquito de la cuenta, pero no tuvimos que pagar penalidad.
Otros kilos a los no le paraba mucho son los que llevo a cuestas. Y es que reconozco que me descuidé un poco, y siguiendo la tradición familiar, engordé. Pero no fue sino hasta llegar acá que me percaté de ello, no porque me viera gorda, sino porque en tres meses he perdido algunos kilos (ignoro cuántos)y me di cuenta al querer ponerme un pantalón que en Caracas usaba a diario, y ahora me queda nadando!, lo cual me lleva a otra medida que siempre me tuvo sin el menor de los cuidados: los grados.

Yo no entendía por qué, cada vez que hablábamos por teléfono con mi suegra, la primera parte de la conversación se centraba en "fa caldo...fa freddo". Claro, no lo entendía, porque en Caracas contamos con un clima maravilloso, absolutamente predecible y estable. En los países con cuatro estaciones, o por lo menos éste en el que estoy, el clima y la temperatura juegan un papel primordial en la vida de sus habitantes. Ahora no me pierdo el "meteo" de las noticias. Me he vuelto masoquista y ahora no me puedo acostar sin ver las predicciones de cuánto calor va a hacer al día siguiente, nada más que para saber de antemano cuan miserable me voy a sentir con el calor hijueputa que va a hacer. De allí los kilos que he perdido, es que es como si estuviera en el sauna todo el día, descubriendo glándulas sudoríparas en los lugares más recónditos de mi anatomía. Glándulas que deben haber estado latentes hasta llegar acá, porque, sinceramente, jamás en mi vida había sudado tanto. Ahora sumen el sudor a los kilómetros que camino a diario para hacer las diligencias y...voilá!..pérdida segura de peso.

La tercera medida son los metros. Mi cotidianidad se ha reducido a los metros estrictamente necesarios para sobrevivir. Se acabaron lo grandes espacios de esparcimiento: el terreno de la casa en el Junquito, mi casa grandota, el parque del edificio de mi mamá, la camioneta. Acá tengo una casa en la que cabemos los cuatro sin que podamos dejar de vernos a menos que cerremos la puerta del baño. Los edificios y casas están pegaditos unos a los otros, tanto, que es difícil saber a simple vista cuáles ventanas corresponden a un edificio y cuáles a otro. Las calles son angostísimas. Es cultural, la vaina. El espacio es compartido y punto. Tu ventana abierta de par en par es para que tu vecino hurgue en tus intimidades, y desde su sala, pueda saber cuántos vasos hay en tu despensa. No quedan sino dos alternativas: o te calas la mirada inquisidora de la vecina parada en el balcón, o dosificas la brisa marina cerrando la cortina, así sólo ven de a raticos.

Es mejor o es peor? No lo sé. Lo que sé que estoy redefiniendo mi vida con base en nuevas medidas. Comencé desde cero y esta vez estoy dosificando todo, centrándome por ahora en lo que necesito y no en lo que quiero, sin sacrificar la calidad: uno solo, pero bueno!