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sábado, 9 de enero de 2010

Olores y sentimientos

Entre las muchísimas diferencias que a diario encuentro entre Venezuela e Italia, hay una que me impactó considerablemente durante este mes de diciembre.
Yo sentía que había algo distinto, pero no eran ni las decoraciones típicas del mes, ni la música. Era algo más. Analizando y analizando por fin me pude dar cuenta de lo que era: los olores.
Inmediatamente identificado el asunto, me dediqué a caminar y a ejercitar el sentido del olfato, poniendo a prueba mi memoria olfativa. Con los ojos cerrados comencé a identificar los olores, primero de la casa hacia arriba, luego hacia la derecha y por último, hacia la izquierda, durante mi habitual recorrido matutino.
Los lunes, invariablemente, los aromas de la limpieza se entremezclan a medida que paso las puertas y ventanas de las casas vecinas. Cuando hay viento, lo primero que se siente es el olor del detergente y del suavizante para la ropa. Es el día de lavado y en todas las ventanas se exhiben orgullosamente tendederos llenos de ropa inmaculadamente blanca, que al ondear al compás del viento desprenden perfume de lavanda, jazmín, bouquet, bebé…definitivamente huele a limpio.
Desde las puertas, en cambio, se percibe un fortísimo olor a cloro, a amoníaco, a desinfectante. Sigue siendo lunes y no sólo se debe lavar la ropa, sino que se debe dar una profunda limpieza a la casa, como para eliminarle todo vestigio de la presencia de las visitas propias del fin de semana. Primero con la escoba, luego con la aspiradora, y luego con el coleto bañado en agua con desinfectante, o mejor dicho, en desinfectante con agua. Después de coletear los pisos con esta mezcla, se vierte la que queda en el tobo sobre la acera y se restriega frenéticamente con la escoba, calle abajo. Al final de la vorágine, se exhiben escoba, tobo, coleto y haragán -cual trofeos- al lado de la puerta.
El martes, al llegar a la plaza se mezclan los olores de la frutería con los de la charcutería. Con los ojos cerrados, desde afuera identifico fácilmente parmesano, jamón serrano, jamón de pierna y bacalao. Muevo la cabeza un poco más a la derecha y comienzo a sentir el olor a mandarina, melón y a hortalizas frescas. Es difícil no ceder a la tentación de entrar aunque sólo sea a ver y a oler la frescura de las frutas.
Sigo mi camino y llego al contenedor de basura. Afortunadamente allí no huele a nada. Recuerdo con repugnancia los contenedores de basura del Km 12 de la carretera a El Junquito. Apuro el paso porque debo llegar rápido a un sitio; además, no quiero arruinar el momento.
Comienzan los olores que me hacen agua la boca. La señora de la esquina hornea una “focaccia”. Es jueves y vienen los nietos a almorzar con ella, por eso la prepara puntualmente de manera que apenas lleguen, la puedan disfrutar aún tibia. Un poco más allá, el olor que emana de otra casa me hace calcular el tamaño de la olla de salsa que está terminando de cocinar una señora de aspecto antipático. Ya no se siente el olor ácido del tomate, por lo que estimo que debe estar prácticamente lista. Por la bulla que se oye, ya está poniendo a punto el agua en la que habrá de sumergir la pasta que después bañará con la salsa. Es casi la una de la tarde.
Llega el domingo, y a lo largo de los 300 metros que debo recorrer a pie hasta mi destino final me inunda el aroma de “polpettini”, minúsculas albóndigas de carne con queso parmesano cocinadas en tomate, y de “lasagna”, platos típicos para comer en familia. Llego a la meta y entro embelesada con el olor a frutos de mar. Pepitonas gratinadas y “orata al cartoccio” me esperan para almorzar.
Conversamos un rato y me hacen la pregunta de rigor… “qué comen ustedes en navidad?”. Inmediatamente mi nariz comienza a recordar la mezcla de los olores del guiso, encurtidos, gallina y onoto, y me hace añorar a gritos las hallacas de mi mamá. Siento el olor del pan de jamón recién horneado y visualizo un pernil aún humeante listo para despedazarse bajo el filo inclemente del cuchillo. Las glándulas salivales que están justo detrás de las muelas del juicio comienzan a trabajar sólo al imaginar el olor pastoso del papelón cuando mi abuela cocinaba el dulce de lechoza. Una sonora risa me hace regresar del trance y veo la cara de mi interlocutor esperando mi respuesta. Me acomodo en la silla y le digo: “platos hechos a base de carne, cerdo y maíz”, sin dar mayores detalles. Una salobre lágrima recorre mi mejilla. Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a sentir esos olores otra vez. Pasarán varias navidades hasta que vuelva a abrazar a mi gente querida como tiene que ser. Coño! Me hacen falta!!!