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lunes, 30 de marzo de 2009

Cédula vigente


Soy una de las pocas personas que aún ostenta una cédula verde, de esas de cuando Venezuela todavía no era Bolivariana. Sin embargo, como mi querida cédula verde está próxima a vencerse, después de muchos años negándome a cambiarla me he visto forzada a gestionar su renovación. No la cambié antes, porque en lo más recóndito de mi corazón, quedaba la esperanza que en algún momento las cosas volverían a ser como era antes, con todo y lo malas que fueran (o que por lo menos les quitaran el “bolivariana/o”).

Me pongo a averiguar y resulta que ahora no existen los módulos itinerantes de cedulación, sino que hay que cazar cuando hacen esos mega-operativos en los que venden comida y prestan todos los servicios de salud y atención al ciudadano que el gobierno no está en capacidad de brindar con normalidad. Para mi sorpresa, al domingo siguiente el operativo sería en el antiguo mercado de Chacao, a partir de las 9:00a.m, por lo que hice los preparativos pertinentes para estar allá antes de las 8 de la mañana.

Llegué a las 7:40, sin desayuno y con mucho sueño. Ya a esa hora había tres colas larguísimas. Como cada persona a quien le preguntaba me decía una cosa distinta, decidí entrar al recinto en el cual se iba a hacer el operativo para averiguar directamente cuál era la cola que me correspondía. Las colas de afuera me sorprendieron, pero el bululú de adentro me asustó. Por suerte, la cola que me correspondía no era tan larga; la señora que llevaba la lista de control “apenas” iba por el 90 (y eso que aún no llevaba ni un tercio de la cola), por lo que calculé que más o menos me tocaría el 200 algo. Bueno, “paciencia”, me dije. Me coloqué en el lugar de la cola que me correspondía, tratándome de fijar bien en quienes estaban alrededor de mí, no tanto por un asalto (sólo tenía copia de la cédula y 30 Bs encima), sino para que no se me fuera a colear algún vivo.

A las 8:00 todas las colas habían crecido considerablemente, pero a mí lo que me preocupaba era que mi cola había crecido hacia adelante; es decir, ahora tenía más personas por delante que cuando llegué. La señora de la lista ya iba por el ciento y pico, pero no estaba ni cerca de mi puesto.

A las 9:00, la gente de la Onidex aún no había llegado. La señora de la lista tampoco había llegado hasta mi puesto.

Así transcurrió el tiempo, entre el olor a “bicho muerto” y “camaradas” que repartían un periódico con propaganda gubernamental, porque “pueblo que lee se mantiene ilustrado”.

Lo que más me sorprendió; sin embargo, fue la cantidad de oficiales de seguridad que estaban allí. La Guardia Nacional tenía barricadas de oficiales armados con equipos anti-motín, con su respectiva “ballena” de apoyo. Había también un camión enorme de la Policía Metropolitana en el que vi entrar 30 efectivos para recibir escopetas y bombas lacrimógenas que colgaban en racimos por el costado derecho de sus cuerpos. Hurgué en la mirada y postura de quienes tenía alrededor buscando una actitud “golpista” que justificara tales medidas de seguridad…no vi más que desesperanza y resignación.


Lo que quería comentarles con todo esto, no es la odisea en sí, sino la enorme tristeza que me da ver cómo nos hemos ido acostumbrando a todo: a las colas, al casi-casi, al de vaina, al no “había arroz pero por lo menos conseguí caraotas”, a las humillaciones….porque es que tener que pasar horas en una cola para conseguir la comida más barata, para recibir una consulta con un médico, para obtener un documento, es completamente humillante y vejatorio.

Nos estamos acostumbrando a la mediocridad a una velocidad vertiginosa. Nos están cercando y somos nosotros mismos quienes estamos levantando la barda a nuestras espaldas. El letargo y el “nooo, vale, no creeeo…” nos está llevando a nuestra propia destrucción.

Me dieron las 10:40 a.m. aún en la cola, bajo el sol, con hambre y sin la más mínima esperanza de que llegara la gente de la Onidex. Adentro, la gente seguía deambulando y tratando de encontrar información coherente. Al parecer, la información variaba según a quien se le preguntara porque cada uno que salía decía algo diferente. A las 10:45 me di por vencida. Salí de la cola y dije: “no me calo más esta vaina”, reiterando lo que decidí hace mes y medio: “me voy pa’l coño”.


Nota: cuando me fui, tampoco la gente de PDVAL había llegado. Ya las colas le daban la vuelta a la manzana. Mientras tanto, otros regresaban sonrientes del nuevo mercado de Chacao, con sus carritos y bolsas repletos de verduras, vegetales y quesos fresquesitos, mirando con desdén a los otros pendejos haciendo la cola bajo esa pepa'e sol.

jueves, 5 de marzo de 2009

Imprevistos típicos de un día común

La alarma del celular suena a las 4:15 a.m. A duras penas mi cuerpo se levanta de la cama; mi cerebro queda en stand-by. Las constantes fallas del servicio eléctrico han hecho mella en el funcionamiento automático del hidroneumático, por lo que me veo obligada a salir y encender la bomba manualmente. Es incómodo, pero más incómodo aún es la gastadera de real en reparar la bomba cada 3 meses. Prendiéndola así por raticos, no se daña. Además, se gasta menos agua y así me alcanza hasta dentro de 30 días, si es que Hidrocapital tiene la amabilidad de mandarnos agua el mes que viene. La neblina prácticamente no me deja ver y el frío se cuela hasta la parte interior de mi organismo a través de todos los orificios naturales del cuerpo. Es allí cuando mi cerebro sale del letargo en el que estaba.

Me baño. Es un ritual imprescindible para lograr espabilarme y coger fuerzas para el día que me espera. Comienza el frenesí. Saco de la nevera el desayuno y lo que voy a poner en las loncheras. Afortunadamente, la noche anterior dejé todo preparadito para así sólo armar y guardar. Monto el café (recién colado es mucho mejor) y corro a despertar a MAC. Mientras tanto, ya el café está listo y el fiel microondas ya ha cumplido su cuota de calentamiento global del día (es que meto todo a la vez para que sea más rápido).
Una y otra vez reviso: uniformes, bultos, loncheras, carpetas y todo cuanto tenga que transportar. Comienza la mudanza de peroles hasta la maleta del carro. Entro y salgo con bolsos, bolsas, termos, chaquetas...Chequeo si MAC por fin se levantó: no lo ha hecho aún. "Coño papi", le digo. "échate una apuradita que ya van a ser las cinco, ayúdame con los peroles, vale!"
MAC se arregla en un santiamén (en eso me gana, lo reconozco) y cual General en Jefe, comienza a preguntar: "el bolso de M?, el bulto de F? hiciste algo de desayuno? No se te queda nada esta vez?...dame las cobijas para sacar a los chamos"
Acostamos a los niños aún dormidos en el carro y los arropamos. Mentalmente vuelvo a revisar la carga y cierro la puerta. Apago la bomba, pongo el candado. Repentinamante me doy cuenta que sobre el techo del carro no está "la bombonera", esa carga importantísima de la cual depende la salubridad de mi hogar. Y es que por mi casa, el servicio de aseo urbano es meramente un intangible que se paga junto con la factura de la electricidad. O sea "la bombonera" es la bolsa de basura que cada dos o tres días debemos trasladar nosotros mismos hasta un improvisado y nauseabundo botadero en mitad de la carretera. Arrancamos.
Veo el reloj y apenas son las 5:10 de la mañana; es decir, ya llevo casi una hora despierta y ajetreando. Comienza el reto: hay que esquivar autobuses, cacharros, perros y camiones porque si no llegamos a la autopista antes de las 6:00; ni de vaina llegan los chamos al colegio. La tarea no es fácil ya que el psiquiatra que funge de burgomaestre tuvo la brillantísima idea de mandar a raspar el asfalto en los primeros kilómetros de la carretera, justo un par de días antes del referéndum. Lamentablemente, al señor no se le ha ocurrido aún mandar a poner asfalto nuevo en la parte raspada, lo que ocasiona, por supuesto, una sinuosa e inmóvil línea de carros que dejó se extiende por más de 8 km. "Qué ladilla! esta vez es el asfalto, pero todos los días es cualquier vaina!", decimos.
Ante tal panorama se nos presenta una disyuntiva: nos calamos la cola y corremos el riesgo de llegar todos tardísimo a dónde quiera que vayamos, o arriesgamos nuestra integridad física y nos lanzamos por ahí pa'bajo hasta Antímano? Escogemos la segunda opción: Carapita. De allí se llega a Antímano en apenas 5 minutos. El problema con esos 5 minutos es que se hacen eternos en las pendientes de más de 30° de inclinación que ponen a prueba las cajas de velocidad hasta del carro más "vergatario" (ya no me hace falta ir a Space Mountain en Disney World; estas bajadas y subidas son más arrechas!). 5 minutos en los que de cualquier recoveco puede salir un Pedro Navaja amanecido para terminar de resolverse la noche; total, el sol aún ni sueña en aparecer en el horizonte.
Miro en derredor y siento una tristeza enorme. Son cientos de hectáreas cubiertas de casitas amuñuñadas unas sobre otras; callejones sin salida hacinados de una pobreza infinita que se cala por los huesos. Escaleras que llevan a cualquier parte, menos al cielo. Perros famélicos y sarnosos hurgando entre los despojos de civilización. Cientos, miles de seres sin esperanza de superarse porque su propia ignorancia los ha hecho presos de la hostilidad y la miseria que los rodea. Todo está tapizado con afiches y pancartas, que en ocasiones hacen las veces de cortinas, con un Sí rotundo y totalitario.
Llegamos a una baraúnta de carros desesperados por adelantarse en el camino. En zigzag, logramos ganar espacio hasta un claro. El reloj de La Previsora marca las 6:15 a.m. Wow! llevo dos horas en el primer round. Comienza el segundo reto: despertar a M para que se desayune y se vista. En el ínterim, se despierta F; menos mal que ya estamos llegando al colegio. Nos estacionamos en la cuadra de atrás y es cuando M se da cuenta que le traje dos zapatos izquierdos!!! Coño! Gracias a Dios que en la maleta está aún el uniforme del futbolito (que se me olvídó sacar la noche anterior), así que le encasqueto los zapatos deportivos, le cepillo los dientes, lo peino y con un beso lo dejo en la puerta del colegio justo a tiempo para escuchar el timbre de entrada.
El colegio de F está cerca por lo que más allá del llanto matutino habitual, no hay mayores inconvenientes para dejarlo a buena hora. Continúa el trayecto hacia mi oficina. Mientras MAC se desayuna (si lo hace antes, F se come su desayuno y el de MAC también). Llegamos a la autopista, de nuevo. A esta hora, el peo es aún mayor. Vienen carros por todas partes. Creo que nadie se acordó que comenzaban las pruebas pilotos del Plan Vía Libre porque veo placas terminadas en los números que se supone no deberían circular, por doquier. Paciencia. Saco mis cosméticos y comienzo a maquillarme. El constante arrancar y frenar del carro en la cola hace que el rimmel me entre más "en la pepa'el ojo" que en las pestañas. Los labios me quedan medio torcidos, pero ya no se me ven tanto las ojeras.
Llevo casi un mes llegando antes de las 7:30, pero hoy no va a poder ser así. Con suerte, llegaré a eso de las 8:30. No hay problema, mi jefe llega un poco después de esa hora, así que no se dará cuenta. Al llegar al estacionamiento veo su carro. "Me jodí". Subo corriendo y sigilosamente me siento en el escritorio. "A lo mejor acaba de llegar y no se percató", pienso. Abro Outlook y en primera plana, en mayúsculas plenas está su recordatorio sobre la hora de inicio de actividades y las medidas que, muy a su pesar, se verá obligado a tomar en contra de los infractores (o sea, yo, porque esos mensajessólo los pasa los días en los que él llega antes que yo). Al final, la guinda sobre el pastel: "MM HABLEMOS DE ESTO ASAP!"
El día transcurre con normalidad. A las 6:00 en punto bajo y me monto en el carro. Están los mismos de la mañana, con los ánimos caldeados. F se hizo pupú, M no terminó la tarea, a MAC se le cayó un negocio....emprendemos el camino de vuelta. Las mismas colas pero en sentido contrario y con el peso del cansancio a cuestas. Los chamos se duermen, yo trato de no hacerlo. Subiendo se accidentó un camión y la cola es brutal. Paciencia, me digo. En el radio un par de pendejos hablan pistoladas sobre temas que no le importan a nadie, lo más triste es que no indistintamente del dial que escoja, siempre es la misma vaina.
Por fin llegamos a casa. Los perros nos reciben con emoción pues saben que de inmediato recibirán su comida. Las caricias tienen que esperar hasta el sábado, ahora estoy agotada. Saco el perolero del carro, preparo el perolero de mañana. Pongo la alarma del celular para que suene de nuevo a las 4:15 a.m. Me tiro de bruces sobre la cama. La historia se repite día a día....coño! apenas es lunes!!!!